viernes, 22 de octubre de 2010

Una Mañana Perfecta

Relato de mi amigo "Esdras". Gracias por compartirlo conmigo. Me ha parecido tan bello que creo que más gente tiene que leerlo.



A veces uno lo consigue. Hace realidad la perfecta imagen que de si fragua en lo más profundo y tímido de su cabeza.

Es lunes. Fiesta sólo para unos pocos y coartada perfecta para mi estratagema. ¿El plan? Sorprender a mi chica haciéndole creer que trabajo y presentarme en el suyo rosa en mano, sonrisa de italiano de anuncio y plan para la comida. Llevo todo el fin de semana respondiendo que sí que trabajo a todo aquel que me pregunta al pasar por el móvil o la cocina.

Una de la tarde. La Gran Vía tiene ese aspecto de hormiguero en calma que le sobreviene cuando casi nadie deambula por sus aceras, aún es de día y la magia retoma sus fuerzas. Camiones de reparto, carritos de supermercado... una calle como cuaquier otra que, sin embargo, embruja con el neón en las noches de arrebato.

Me presento en la farmacia con esa resolución a medio camino entre agente secreto y perfecto gilipollas que me ha fraguado esta cara tan seria (fea) y el poso que queda tras años de buenas maneras. Un par de escalones de antesala para el estreno: relajo mis facciones para darle misterio suficiente al fondo de una sorpresa.

La de Melissa no es pequeña. Entro y después de un bien entonado "buenos días", le lanzo el anzuelo:

"¿Hay alguna floristería por aquí cerca?"

Sus ojos, tras el shock, reflejan máxima preocupación. Me pregunta, alarmada:

"¿Te han despedido?", pregunta

Créeme, amigo. Cuando alguien con la frescura, simpatía y vitalidad de Melissa te pregunta eso en el momento en que piensas hacerle el gesto romántico del año te das cuenta de que el mundo está realmente jodido, de que lo que vas a hacer realmente merece la pena.

"No, cariño", esa dulce flexión a lo Bond con voz de rana Gustavo que a veces consigo que suene perfecta, "no ha pasado nada. ¿Dónde hay una floristería?".

El jefe, a todo esto, a punto de salir corriendo a coger la cámara de vídeo. No sabe lo que está sucediendo pero, a diferencia de ella, se sonríe quizás intuyendo...

Sigue sorprendida, pero responde.

"Aquí hay una, a la vuelta de la esquina."

Ya me he ido. El "gracias" le llega prácticamente desde mi espalda.

Subo por la calle que da al mercado, esa en la que pocos se meten a comprar libros o bolsos caros. Uno quiere venderme condones con cara de patibulario; otro, más agresivo, me anuncia la lotería de mi destino. Sorteo a un gitano frutero que dice algo de sus limones y aprieto el paso para evitar que el olor a casquería, que fluye desde la puerta como el aliento de la muerte, se pegue a mi ropa si le doy el tiempo suficiente. La colonia que llevo hoy es cara. Volver oliendo a animal desangrado resultaría poco elegante.

El moña que está esperando lleva más de mil euros puestos encima y ni así tiene buen aspecto. Entre chulo de putas y representante de friki televisivo anda pidiendo flores para alguna de sus melifluas amigas. Me mira de reojo y contengo el comentario ácido del día. Paga con tarjeta, claro: va de chulo y no lleva un duro encima.

Ya me decanto por la primera opción al componer su profesión cuando se me acerca el florista. Joven, delgado y con unas gafas en la punta de una nariz fina. La barba ni le sienta ni le estorba y el jersey es todo un semillero de futuras vidas. Las manos, cuidadas, que para eso se dedica a lo que se dedica.

"¿Qué va a ser?"

Hoy estoy chulesco, pero me ahorro la broma tipo bar y me vengo arriba, me lo creo.

"A dos manzanas tengo a una niña que me espera y si no le llevo una rosa roja se irá con el primero que aparezca". Así, de corrido, que lo llevo preparando toda la subida de la cuesta. Mi sonrisa es la de un galán de teatro torturada en la mueca de un boxeador ya hecho al maltrato, pero hoy soy el amo y eso tiene que notarse.

"¿Una rosa?" repite, loresco.

El mundo se hunde, te lo digo yo. Si el tipo hubiera tenido el doble de años o, lo que es lo mismo, algo de profesión, seguro que me hubiera seguido la corriente con algo de Arniches o, más sobrio, con algún guiño quevedesco. Este de hoy es sólo un idiota que en su día pensó que vender flores era lo más cercano a realizar un sueño. Mi entrada literaturesca se va por el desagüe de la mezquindad de un mundo gris y triste reflejado en la falta de imaginación de quien, para vender belleza, debería tener alma de poeta.

"Dame la puta flor y vete a la mierda", se ralla el disco de esa musiquita que llevo dentro y que quiere que la cita sea perfecta. Pero me callo y, adaptándome a lo pobre de su visión, le añado el color, no vaya a ser que me de una violeta muerta.

Me da a elegir entre varias y cojo la menos abierta. Si uno tiene que decir "te quiero" tiene que sonar para siempre y una flor ya hecha es ajado recordatorio, no promesa. El tipo la coge y la prepara. No está mal para tener la delicadeza de una piedra. Pago. Ya no quedan jardines de donde robar las promesas.

El chulo sigue en la puerta de un portal. Quien le caló ya no se entrega. "Bueno" -filosofo becquerianamente- "quizás quede algo de esperanza en esta prosaica tierra". Y vuelvo sobre mis pasos en busca de una belleza más tierna.

El de los condones, al verme flor en mano, se cree que tiene la venta hecha. La mirada que le pongo, esa de cura de rima y leyenda, le da a entender fácilmente que, de darse, sólo será cuando me rinda a ella. Y, por una vez, el bruto adalid de los orgasmos callejeros ha visto la verdad profunda que va más allá de la fiesta. Y, no me preguntes por qué, pero sonrío confiado al sentirme como un ángel que se aleja de una bestia.

De nuevo, la farmacia. Los dos de antes y, de añadido, una vieja. De las peores, para más detalle de la mala parca que la haga su fallera. Cinco minutos me tiene, entre monedas y miradas por encima del hombro, esperando a que pague para sentarme en mi trono. Se cree que la voy a robar o que cuando sueña, soy yo el que la violo. Me muerdo el labio entre enfadado y prudente.

El jefe de Melissa no tanto: sonríe abiertamente. A mi niña no se le cae el cambio, pero no lo cuenta al darlo porque ya poseo toda su mente.

La corneja se gira, con aire ofendido, buscando la salida que le tapo con mi porte. Entre la patada deseada y la sonrisa debida opto por dedicarle un "buen final tenga" que, seguro, hace que desde el cielo San Pedro me recrimine con la cabeza.

Bueno. La bruja huye y ya puedo quedar bien con mi pareja.

"Toma" le digo.

"¿Y esto?" responde, perpleja.

"Sorpresa". Si fuera más guapo, la situación sería perfecta.

Ella no comprende, pero los carrillos sonrojados de sus mejillas son suficiente respuesta.

Vuelve Bond, más cortés, dulce y grande que nunca.

"¿A qué hora sales?". La pregunta ya es, por sí, de película buena.

"A las dos" responde, como manda el guión de la nuestra.

"No te vayas" guiño con aire cómplice. Lástima que se ha ya ido la vieja. De haber sido testigo de todo, seguro que se queda tiesa. "Sí, señora" le diría, sólo para joderla: "de éstos ya no quedan".

Salgo con el paso de un bailarín retirado y decido que un café es buena opción de permanencia. Ahora viene el ratito en el que me siento con el libro en la mano y todas, alucinadas, me contemplan. Así es como al menos me siento y, ¡qué diablos, seamos hoy la luz de todas ellas!

El Starbucks está a medio llenar y la chica de la caja no puede ser más fea. Ni las gafas rotas le faltan... pero bueno, es al alma a lo que canta el poeta. Felisa me dice qué me pone (entre ella, el chulo y el florista empiezo a pensar que todo edificio es la muerte para nuestro genio de la botella) y le digo que un capuccino. Es lo que bebe Bruce Willis cuando va de ladrón elegante y ella debe tenerlo en la cabeza.

En vez de sonreír, me escupe el precio. Una mujer vulgar es la venganza de la naturaleza contra unos hombres que no supieron ser mejores. ¿Pero por qué siempre a mí y en mis mejores actuaciones? Durante un instante me pongo triste, le pago y comienzo a pensar que el colorido payaso de la floristería no es tal, sino quizás un maqueado superviviente; que el que vende flores es de los pocos que no se rinde y que la vieja... bueno, la vieja seguramente perdió la oportunidad en el peor de sus despistes.

Luego pienso en Melissa, que es lo mismo que recordar que tengo mucha suerte.

Y encuentro la respuesta a mi enigma interno: uno debe amar y ser tierno con la mujer amada sólo cuando la consigue, cuando con temple suficiente se salva de la imagen de florista fracasado, cazador de ropa cara o acechador de débiles. Cuando muestra ser un hombre tras la torpeza del poeta, la superficialidad del triunfador o la maldad de los que para nada bueno son fértiles.

Y a por Melissa vuelvo, como joven Poirot (desafiante pero ya encorvado) una hora más tarde. Ella es todo dulce y carantoña.

La comida discurre silenciosa y suave. Llena de sonrisas y miradas tiernas.

Lo anecdótico se aleja de la conversación, mientras la sorprendo riendo por dentro, contenta.

La camarera me mira, atenta y no sé si con envidia. Le devuelvo con los ojos un mensaje: "Lo siento. Llegaste tarde, nena". Le pido los cafés y ella lo acepta, serena.

Uno cero para ese Bond que escondo dentro de mi cuando deseo que mi vida sea una novela.

Por fin cuadra todo.

Ya era hora, colega.


2 comentarios:

  1. Felicita a "Esdras" de mi parte, buen relato.

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  2. Se lo diré aunque no creo que haga falta porque se pasa de vez en cuando por aquí.

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